Friday, July 21, 2006

EL ARTE, O LA (DES)INSTALACION DEL TERROR


Eduardo Grüner

1.-

“La más grande pasión de mi vida ha sido el Terror”. Esta es una frase fundadora de la modernidad. La escribió Thomas Hobbes en 1651 –casi un siglo y medio antes de la así llamada Revolución Francesa-, y la inscribió en el frontispicio de su Leviatán , publicado en ese mismo año, para que nadie, jamás, la olvidara. Ese libro, es sabido, es –junto con El Principe de Maquiavelo- el acta de nacimiento de la moderna filosofía del Estado. Hobbes, pues, sabe lo que dice, y lo que hace: el Terror, o el Terrorismo (también el “de Estado”), tal como lo entendemos habitualmente, es uno (y no de los menores) modos de organización de la política moderna. Sin duda, los hombres se han pasado toda su historia aterrorizando a otros hombres, usando el miedo como instrumento básico de conquista, de dominación, de extorsión. Pero sólo en la modernidad ese recurso alcanzó la perfección de una lógica universal matemáticamente calculada, de una suerte de maquinaria anónima que por momentos diera la impresión de funcionar por sí misma, implacablemente pero sin pasión, sin intenciones singularizadas, sin malignos designios demoníacos que alguna compleja teología pudiera explicar. Simplemente, la máquina funciona : y lo hace más allá de los sujetos, devenidos meros pretextos para mantenerla aceitada; como en El Proceso de Kafka, digamos –aunque nombrar ese título no es decir cualquier cosa, sobre todo en la Argentina-.
Si para este perfeccionamiento hubo que esperar a la modernidad, es porque sólo ella consagró plenamente lo que Adorno hubiera llamado la razón instrumental : simplificando, una racionalidad del cálculo, de la mera relación de eficacia entre medios y fines, sin importar la cualidad de estos últimos. Una racionalidad que –hay que decirlo con todas las letras- corresponde a la era “burguesa” de la producción e intercambio de mercancías: la era del equivalente general , indispensable para la contabilidad, en la que la particularidad de objetos y sujetos queda disuelta en la universalidad de la homogeneización por el mercado (¿y hace falta aquí hablar de la mal denominada “globalización”?). Pero que, más allá de su constitución históricamente condicionada, pareció alcanzar dimensiones metafísicas: ningún régimen político y social modernos, fuera o no “burgués”, logró sustraerse a la lógica de una instrumentalidad terrorista –también esto hay que decirlo con todas las letras: no para establecer simetría alguna al estilo del combate entre “dos demonios” (el peso de la teología, como se observará, sigue siendo enorme), sino al contrario, para no engañarnos respecto de la potencia de esa instrumentalidad, que ha permeado todo el ethos y el pathos de la modernidad-.
El modelo –y la matriz- de la instrumentalidad terrorista moderna no es, pues, en su origen primario, directamente “político”: es económico . Es en función de lo que un barbado pensador del siglo XIX hubiera llamado la acumulación primitiva de capital que ya en los albores de la modernidad se organizó la maquinaria del Terror “universalista” contra, por ejemplo, la particularidad de los habitantes de América o de Africa, empeñados en no querer comprender las ventajas del equivalente general –incluída la de contar con un Dios tan único y centralizado como el Estado o la administración económica, esa suerte de equivalente general de la infinita multiplicidad de lo Sagrado; y que no vaya a creerse que esta hipótesis responde a algún exorbitado afán de ateísmo o paganismo: la formuló, apenas comenzada la era cristiana … San Agustín-. Pero, otra vez: hubo que esperar a la modernidad plena para que esa “máquina” (el término, se verá, está lejos de ser caprichoso) desplegara en toda su gloria sus engranajes “objetivos” de funcionamiento en el modelo más perfecto de instrumentalidad terrorista: la cadena de montaje de la fábrica moderna. Allí, en efecto, la homogeneidad, la universalidad, el cálculo cuantitativo, lo son todo ; la heterogeneidad, la particularidad, lo incalculable cualitativo, no son nada .
Walter Benjamin fue el primero en el siglo XX, si no me equivoco, en –para subrayar hasta qué punto la cadena de montaje puede ser tomada como aquélla matriz metafórica del Terror moderno- trazar el paralelo entre la fábrica capitalista y el Lager , el campo de concentración nazi. Al igual que en la fábrica, en el campo de concentración la más perfecta y anónima lógica de la racionalidad instrumental está puesta al servicio de la relación más eficaz entre medios y fines: que en un caso el “fin” sea producir objetos y en el otro suprimir sujetos no altera en un ápice aquélla lógica de funcionamiento.
El Terror, pues, es una condición de la existencia moderna. A veces, durante temporadas más o menos largas, logramos mantenerla a raya. O, al menos, “negar” eficazmente su presencia larvada. Pero, tarde o temprano, como diría un psicoanalista, lo “reprimido” retorna – bien lo sabemos los argentinos, entre tantos otros-. Estamos, qué duda cabe, en una de esas épocas. Basta leer los diarios de la mañana –de todas nuestras mañanas-: el planeta entero vive bajo un régimen de Terror, no sólo –ni siquiera principalmente- por la acción de los “terroristas” (acción inequívocamente condenable, pero que no constituye una gran novedad), sino por la reducción de lo que los politólogos llaman eufemísticamente “relaciones internacionales” a la lógica de la guerra civil mundial . Hay que llamarla, en efecto, “civil”, no sin un dejo de amarga ironía, por al menos una razón básica: si es cierto que el mundo está “globalizado”, como pretende persuadirnos el discurso oficial, entonces cualquier guerra –incluídas las llevadas a cabo por el Imperio decadente- se libra en el mismo territorio: Bagdad queda aquí a la vuelta.
Finalmente: esta reducción de la política al régimen de Terror significa que el terrorismo fascista al que se creyó vencido hace más de medio siglo ha triunfado en toda la línea. Quiero decir: el terrorismo fascista se diferencia de cualquier otro régimen simplemente autoritario en que no pretende sencillamente infundir pasividad social a través del miedo, sino que apunta a movilizar a una buena parte de la sociedad a favor del régimen de Terror. El Terror ya no es sólo miedo físico a un poder objetivo: es una pasión subjetiva , como decía Hobbes; todos, aunque fuera para denunciarlo, estamos en alguna medida identificados con él. Como hubiera dicho aquel poeta latino retomado por el Renacimiento: nada de lo terrorífico nos es ajeno.


2.-

Salvo que uno crea que, por ejemplo, los trípticos de Hyeronimus Bosch eran meras ilustraciones teológicas, o aún duras críticas a la Iglesia, hay que concluir que el arte descubrió muy tempranamente el Terror moderno. Incluso, como suele suceder, lo anticipó , al menos en sus condiciones “filosóficas”: para volver al Renacimiento, la “invención” de la perspectiva geométrica –traduzcamos: proveniente de un cálculo “instrumental”-, que permitió colocar al Individuo (ese invento también moderno) en “primer plano”, vale decir en posición dominante respecto de la realidad, en efecto anticipa en unos buenos dos siglos la aparición, en el pensamiento occidental, del omnipotente y omnisciente sujeto cartesiano, fuente y origen de toda “perspectiva”, de la separación radical entre el Sujeto y el Objeto, y por lo tanto de la posibilidad misma de no sólo conocer , sino también dominar a la Naturaleza (todo documento de civilización es también un documento de barbarie, ha dicho célebremente el ya citado Walter Benjamín). Esto le ha permitido afirmar a alguien, nuevamente con amarga ironía, que el Renacimiento es la época más oscurantista de la historia europea: en ella las “cosas”, el Universo entero, queda reducido a la medida del hombre: o sea, a la cuantificación instrumental. No es cuestión, claro está, de culpar al Quattrocento: pero sí de no distraerse ante el hecho de que, como hemos intentado mostrarlo, esa reducción pretendidamente “humanista” es una potencial fuente de Terror.
Pero, claro, el arte es –o debería ser- lo contrario de esta lógica terrorista. En el arte nada es calculable de antemano, su “lógica” es la de lo cualitativo no cuantificable, la de lo heterogéneo no homogeneizable, la de la singularidad irreductible a la generalización. Como lo dijera estupendamente Lukács: es “la insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto”. El arte (lo sabemos al menos desde Kant y su teoría de lo sublime estético) puede aterrorizar -y quizá deba , en ciertas circunstancias, hacerlo: ¿quién dijo que el arte debe ser una terapia apaciguadora o tranquilizadora de conciencias desdichadas?-. Pero no pertenece a la matriz instrumental productora de Terror. Su lógica intrínseca no es “instrumental”: el arte, estrictamente hablando, no sirve para nada.
Y sin embargo, seríamos bien necios si negáramos que el arte ha sido puesto, una y mil veces, al servicio del Terror. Desde siempre, pero muy especialmente en la modernidad. Limitándose al siglo XX –el siglo de la “industria cultural”, en el cual por primera vez en la historia se intenta ya no transformar las obras en mercancías sino producirlas como tales-, basta pensar –es sólo un ejemplo, aunque no cualquiera- en el uso movilizador de la arquitectura, del cine, de la música, por parte de los nazis. O en la función del llamado “realismo socialista” en el stalinismo. O en el pro-fascista futurismo italiano, con su celebración de la destrucción y la guerra como la más excelsa obra de arte imaginable. Es el momento de mayor evidencia de lo que diera en llamarse la estetización de la violencia, y por extensión, de la política. Es la elevación del Terror a categoría de goce de los sentidos.
Tal vez Adorno estaba pensando en todo esto cuando enunció su famoso dictum : después de Auschwitz, ya es imposible escribir poesía. Por supuesto, no se estaba refiriendo a una imposibilidad física o intelectual –de hecho, se ha escrito toneladas de gran poesía después de “Auschwitz”, un nombre que hay que entender aquí como una especie de taquigrafía para el Terror-. Más bien se estaba refiriendo a un después en el que la poesía, el arte, ya no puede alegar inocencia: tiene que hacerse cargo de su contaminación por el Terror, tiene que saber que, una vez que la humanidad ha sido capaz de traspasar ciertos límites, el propio arte quizá no pueda sino apostar a lo inhumano , a lo imposible (¿será casual, se podría preguntar alguien, que la emergencia del arte llamado abstracto sea aproximadamente contemporánea de la gran masacre masiva de la I Guerra Mundial, a partir de la cual el cuerpo humano se vuelve irrepresentable , salvo bajo su forma sanguinolienta y en estado de licuefacción, como en Francis Bacon?) . Finalmente, es también Adorno el que –en las célebres primeras líneas de su Teoría Estética – ha dicho que en el arte la única evidencia es que nada es evidente, ni siquiera su derecho a la existencia : se trata, ese “derecho”, de algo a conquistar contra el Terror.


3.-

El arte es el universo un tanto enloquecido del Significante. El Terror, también. Si no me equivoco, es Hannah Arendt la que relata que, en los Lager alemanes, la estrella de David cosida en el uniforme de algunos prisioneros servía para quebrar la solidaridad interna: aquéllos que no la tenían podían sentirse, patéticamente, menos amenazados. En cambio, en los campos de los muy cartesianos colaboracionistas franceses de Vichy, se cosía en los uniformes signos diferentes y enigmáticos, cuyo significado era totalmente desconocido: allí ya no se trataba de una fractura de la solidaridad, sino de su estallido : no había nadie que pudiera saber si estaba más o menos amenazado, no había “códigos” que permitieran descifrar cuándo, en qué momento, por qué se podía esperar la apertura del abismo. Deslicémonos en el tiempo y en el espacio: se podía ser guerrillero o figurar en una agenda telefónica; hoy, se puede ser un terrorista fundamentalista o un buen islámico que pace su rebaño en las montañas iraquíes: no hay manera de saber dónde se está más “protegido”. Eso es, exactamente, el Terror: la completa arbitrariedad del Significante que –al decir de Sartre- serializa al sujeto para transformarlo en un átomo de (in)significancia.
Pero, insistamos: ¿no es el arte, él también , el juego arbitrario, casi azaroso, del Significante? Sí, pero con esta diferencia: el arte no “serializa”, sino que singulariza : una vez que el Significante ha producido lo que suele llamarse la “obra”, se vuelve inseparable de ella, único : es su aporte (modesto, se dirá, pero ¿quién podría vivir sin él?) a la resistencia contra un Terror que quisiera transformar a todos los objetos –y, claro, a los sujetos- en intercambiables en su insignificancia para ser él el Amo del Sentido. Pero el arte, por definición, no tiene un sentido que le pueda ser arrebatado, dominado o secuestrado –por eso es, para volver a citar a Kant, la “finalidad sin fin”-: su trabajo es un proceso de producción de sentido, y no el sentido mismo, ni siquiera bajo la forma de su ausencia . Por eso la obra guarda siempre, en su propio núcleo, un secreto singular e indescifrable, que nada tiene que ver con el arbitrio del Terror: el arte no es arbitrario, sino que sencillamente convoca a la acción de una construcción , individual o colectiva, de la significación, sin darnos garantía alguna de alcanzarla. Y eso es algo que el Terror no puede dominar: él depende de que el Sentido ya esté hecho de una vez para siempre, precisamente para negarlo.
Si alguien (pongamos: Romero y Lo Pinto) tomaran, por ejemplo, la palabra “Terror”, como se dice, a la letra , en toda su concretud material , y la descompusieran en sus propios átomos de insignificancia para (de)mostrar su arbitrariedad, pero al mismo tiempo dándole a cada letra su densidad, su textura, su peso, su color, es decir su particular unicidad , ¿qué otra cosa estarían haciendo más que precisamente convocar al “espectador” (al verdadero productor de significaciones) a esa desinstalación del arbitrio para que ahora sí pudiera apuntar a un sentido siempre desplazándose como un horizonte? Ese sujeto –cualquiera de nosotros- podría pasearse entre las letras y leer en su paseo diferentes cosas (digamos: “Error” / “Reto” / “Rote” / “Tero”), o podría simplemente no entender , y así llegar al colmo de la necesidad de producir la significación, alguna significación que no por ello sería arbitraria, sino todo lo contrario: sería única , intransferible, sólida, inequívoca, no intercambiable, des-serializada . ¿Se ve que esto, lejos de ser ninguna “estetización” del Terror, sería su reverso : una desterritorialización del arbitrio estetizante, para darle al arte su auténtico lugar ?


4.-

“Tenemos el arte para defendernos del Horror”, dijo alguna vez, aproximadamente, Nietzsche. Otra vez: no quiso decir con eso que el arte pudiera preservarnos de nada, mucho menos que pudiera “distraernos”, “salvarnos” del asalto de lo Real. Lo que sí hace es recordarnos, implacablemente, que la única salida no es la resignación.